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terça-feira, dezembro 12, 2006

ELOGIO DE MI CASA

Mi casa, ni es bella, ni es grande, ni es buena.
Acostumbrado a ver palacios, el día que retorné a ella me pareció más ruín aún. De nada valía a mi imaginación que en ella hubieran nacido dos o tres generaciones de mis ancestrales: de que en ella exhalara el último suspiro mi santa madre; de que allí era un recinto sagrado que cobijaba a mi padre y mis hermanos, para parecerme lo que antaño, jamás me pareciera, un hogar sin comodidades y sin elegancia.
Poco a poco, la dulce paz que aquí se respira, modificó mi criterio en otro sentido. Es verdad que mi casa no es un palacio. Es verdad que no tiene torres, ni tapices, ni alabastros, ni mármoles señoriales. Tampoco adornan sus paredes cuadros de Murillo, tapices de Bagdad o lienzos de Grenet y Sorolla; pero en cambio todo lo que en su humildad encierra, todo lo que en su pobreza cobija, ha sido puesto en su lugar, por las manos de mis ascendientes, sin que ningún extraño ayudase en nada a esta obra, que si carece de belleza, tiene en cambio el encanto de ser útil y de ser nuestro.
Entre la rusticidad de sus paredes, hay más sinceridad que la vana presunción de castillos señoriales. Todo aquí es llano y franco; todo aquí es sencillo y puro. Como quiera que está aislada del mundanal ruido, ni la ponzoña de la innobleza ha penetrado en ella, ni la hidra de la envidia ha traspasado sus umbrales.
Por eso, cada día que paso en ella, le cojo más cariño. Y su fealdad que encubre la mía, de tantas veces que la miro, ya se imagina la belleza.
No es extraño, pues, que haga este sincero elogio de mi casa, puesto que ella me brinda en su rústico recinto, la paz campestre, que en mi larga peregrinación por el mundo, jamás he podido disfrutar.

José Rodríguez Faílde.

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